Si la Unión Europea fuese una federación tendríamos una política migratoria común y recursos suficientes para gestionar juntos la crisis de los refugiados en el confín griego. Ningún estado miembro podría negar su contribución: las directivas de la Comisión serían leyes, y existiría un ejército europeo para garantizar que se respeten. Los ciudadanos europeos no se sentirían humillados (antes se hubiera dicho “deshonrados”) por una política que, no teniendo acuerdo común, decide de cerrar los confines del continente más rico del globo a una muchedumbre de desesperados que escapan de una guerra decenal. Pero los gobiernos nacionales niegan a la Unión este poder. Y nosotros – tu y yo – tenemos que sufrir esta humillación.
Si la Unión Europea fuese una federación tendría un presupuesto plurianual capacitado para financiar políticas para el desarrollo y el empleo, una sanidad pública para dar envidia a cualquiera en el mundo, una verdadera influencia en el escenario internacional y una deuda pública al servicio de las inversiones estratégicas como cualquier otro estado. No asistiremos al espectáculo indecoroso de veintisiete gobiernos que se disputan el hueso de un presupuesto común ya de por sí ridículo, cada uno preocupado por llevarse a casa algunas migas más e indiferente al destino de los europeos, hasta provocar la parálisis financiera y ahogando a 450 millones de ciudadanos. A los gobiernos nacionales no interesa el destino de los europeos. No es un asunto que les importe.
Si la Unión Europea fuese una federación ya se habrían emanado directivas vinculantes para contrastar lo que se difunde de la pandemia. Se habrían recaudado los recursos necesarios y se habrían distribuido en los territorios con más dificultades. Nadie habría tenido que “pedir solidaridad” y nadie se la habría negado: una serie de decretos federales habrían regulado la cosa sin rodeos, y los gobiernos nacionales, muy dócilmente, se habrían uniformado. Pero los gobiernos nacionales niegan a la Unión este poder, y ahora cada uno va por su camino, cada uno improvisando una política con planes y tiempos diferentes – mientras cuenta las mascarillas que le quedan.
Si la Unión Europea fuese una federación… tendríamos esto y mucho más aún, una bonita caja de herramientas muy equipada y lista para cada necesidad: en fin, lo que estamos soñando tener entre manos.
Pero la Unión Europea no es una federación, porque los gobiernos nacionales no quieren que sea así. Sin embargo, no explican a sus ciudadanos que eso piensan hacer de su precioso poder, que tienen para sí mismos denegándolo a la Unión mientras piden a la misma Unión recursos y “solidaridad”.
Se escucha cada vez más a menudo que la Unión ha de cambiar. Pero hemos de entenderlo bien. Si de verdad decidimos cambiarla no podemos limitarnos en hacer esta u otra reforma más, crear una nueva “agencia”, llevar el presupuesto del 1% al 1,3%, hacer electivo el cargo de presiente de la Comisión, unificarlo con aquel del presidente del Consejo, crear listas transnacionales y tampoco emitir unos eurobonos. Todo esto no serviría de nada.
Solo una cosa haría falta: volver a fundar la Unión, cambiar la estructura del poder en su interior transformando esta balbuceante, impotente Europa intergubernamental en una federación, es decir en un gobierno común con los medios y las competencias para actuar en los ámbitos que le corresponden según la lógica que rige cada federación. Nada menos servirá. Nada menos será suficiente. Quien cree lo contrario se equivoca. De una chusma de lideres nacionales nunca podrá nacer una política común. Es una imposibilidad pura y simple, una quimera. Hay que impedir a los gobiernos boicotear las políticas comunes, y la única forma de hacerlo es transferir los poderes – poder efectivo – de los gobiernos a la Unión.
Y es solo una cuestión de voluntad política. No existen obstáculos técnicos. Quien afirma que se trata de una hazaña imposible miente, y es un enemigo del pueblo europeo. Quien afirma que la Unión tendría solo que cesar de existir, o que su propio estado tendría que salir de ella, solo está delirando. Un estado miembro que perdiese las ventajas del mercado único sufriría un colapso económico inmediato, y esto no es un concepto complejo o abstracto: es lo básico. Pero el mercado único no puede sobrevivir sin una moneda única y la libre circulación de mercaderías, capitales y trabajadores. Entonces no se puede hacer ningún paso hacia atrás, sino solo para adelante, hacia la integración económica y política.
Ahora toca a los ciudadanos expresarse, exigir a los gobiernos que bajen la cortina sobre esta farsa: denunciar el escándalo de un Parlamento Europeo elegido por el pueblo pero que no tiene poder, de una Comisión que imita a un gobierno pero que no puede gobernar, de una Unión que hace un llamamiento a los principios de humanidad, libertad y solidaridad pero no sabe gestionar una crisis humanitaria en sus propios confines, mientras tolera clamorosas violaciones del estado de derecho en su interior.
No sé si la Conferencia sobre el futuro de Europa será la ocasión buena para hacerlo, el instrumento adapto para cambiar. ¡Espero! Sin embargo, sé por cierto que los ciudadanos europeos tienen que levantar su voz, e insistir, insistir, e insistir hasta que obtengan los Estados Unidos de Europa.
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