Un matrimonio en la encrucijada

O un paso adelante, o dos hacia atrás.

, de Simone Corvatta Nerla

Un matrimonio en la encrucijada

Desde el primer día, Europa tuvo que enfrentarse a momentos difíciles donde o realizaba un esfuerzo más o echaba todo a perder. Como muchos acusan, la historia de la Unión Europea es una historia de economía, de dinero y de bancos, y como tal está destinada al fracaso porque no representa al pueblo europeo que la sustenta y la mantiene con sus esfuerzos. Antes de cualquier tipo de consideración habría que recordar los hechos y las causas que llevaron a Europa a ser lo que es y entender porque ahora es un momento importante para todos los europeos.

Si alguien dice que Europa no representa los intereses de los pueblos, hay siempre que recordar que Europa nació de la sangre. Era sangre suya, de todos los pueblos que por una bandera y una fe hacia su propia nación había sacrificado su mejor juventud en el altar de la patria, y había humillado a los padres a pagar el precio con hambre y ruinas. De allí surgió una nueva idea de Europa, una idea que ponía de lado las antiguas diferencias y que hacía como ideal mayor la integración, la libertad y la defensa de los derechos humanos. Hombres ilustrados la propusieron enseñando la vía. Sin embargo, desde el primer momento, y nunca hay que olvidarlo, esta historia la escribieron los Estados.

Tres acuerdos entre Estados marcaron el comienzo de este proyecto: el Tratado de París de 1951 y los Tratados de Roma de 1957. Había que dar una respuesta a la amenaza de una futura guerra, a la falta de trabajo, de una casa y de una vida digna para millones de europeos. En la primera fase de esta historia Europa dejó atrás su pasado de barbarie para dibujar un contexto civil que pudiera ser de ejemplo entre los escombros de las ideologías del siglo pasado.

A partir de este momento, aprovechandose de la coyuntura histórica y de la estructura que se creó para hacer frente a problemas de economía real, y con fuerza tras las ventajas ofrecidas por la Comunidad Económica Europea que se acababa de formar, empezó la época dorada del capitalismo europeo.

Sin embargo este se fue debilitando progresivamente hasta paralizarse del todo por la combinación de factores externos entre 1971 y 1973 (ruptura de los acuerdos de Bretton Woods y crisis energética). En respuesta a la falta de crecimiento y luego recesión, al fuerte desempleo y a una inflación rampante, los Estados europeos decidieron intervenir en defensa de sus posiciones comerciales. Pero el espíritu integrador que había movido la primera generación de europeos ya había desvanecido y en lugar que recorrer a una mayor integración se inyectaron una mayor dosis de autonomía nacional, creando unos mecanismos de cooperación intergubernamental que no comprometían las respectivas maniobras individuales. Esta receta, que por un tiempo consiguió detener los efectos de la crisis, pronto se reveló inadecuada, y se necesitaba algo más para volver a crecer y retomar la senda de antes de los setenta. Se sintió la necesidad de volver a poner algo en común en favor de una mayor integración. Así en 1986 se firmaba el Acta Única Europea que preveía la supresión de todos los obstáculos nacionales subsistentes para la libertad de los intercambios entre los Estados miembros. Se estipuló también el acuerdo de Schengen con la intención de suprimir progresivamente los controles fronterizos en la circulación de personas favoreciendo así una progresiva puesta en común de las políticas de asilo e inmigración. Parecía que esta Europa soñada por sus padres fundadores a poco a poco se iba formando, y se iba construyendo alrededor de los intereses de sus ciudadanos.

La resurreción alemana

Es en este punto de nuestra historia que entra en juego esa Alemania que hoy en día da pie a la discusión.

Cuarenta años después del último conflicto mundial, Alemania occidental ya era la primera potencia económica del continente europeo y, al mismo tiempo, el mayor contribuyente al presupuesto comunitario, y su moneda, el marco, la divisa de mayor credibilidad y estabilidad; de hecho el marco alemán era la divisa de referencia para las oscilaciones monetarias de los países que adherían al SME.

Desde junio 1983 Helmut Kohl, en el Consejo Europeo celebrado en Stuttgart, declaraba que Alemania se comprometía en aumentar la contribución de su país para afianzar la solidaridad financiera comunitaria, a pacto que los demás estados se empeñaran en completar el mercado único europeo. Los demás miembros, incluso los más reticentes a ceder más soberanía nacional, aceptaron la propuesta frente a la necesidad de hacer efectiva una política de solidaridad financiera regional y de cohesión social para dotarse de herramientas que les ayudara a volver a los niveles de antes de la crisis. Las medidas implicaban un desarrollo de las zonas más atradadas de la unión, al mismo tiempo en que abría nuevos mercados para los países económicamente más fuertes. Pero ninguna de esas medidas, por falta de voluntad de los mismos Estados, implicaba mayor compromiso de integración. Los Estados miembros se limitaron en crecer en simbiosis con el crecimiento económico de la República Federal. La situación de esta última, como centinela frente a las amenazas que procedían del Este, y el complejo entramado institucional de la comunidad, alejaba al miedo del regreso de una Alemania fuerte y agresiva que muchos daños había causado en Europa durante los sesenta años anteriores.

A partir ya del mismo Konrad Adenauer, la línea alemana fue aquella de mantener un bajo perfil, limitando la política exterior en ofrecer cuanto más podía en solidaridad material y financiera en cuantas operaciones se viera envuelta Europa occidental. Así la República Federal se había convertido en la pieza central de la Europa comunitaria ofreciendo una seguridad política capaz de desplegar todo su potencial de desarrollo económico a beneficio de todos los demás Estados que de esto se beneficiaban, y al mismo tiempo le permitía de convertirse a poco a poco en el mayor acreedor.

Últimos días del Muro de Berlín, símbolo de la división de Alemania.

En los años 1989-1990 esta cómoda situación está destinada a cambiar hasta llegar a la crisis económicas de 1991. Cae el muro, la Unión Soviética está a punto de derribarse, Alemania empieza a pensar en la reunificación. La necesidades de financiación de la antigua República Democrática comporta un gran aumento de los tipos de interés finalizado a atraer capital internacional con el fin de modernizar su antiguo aparato productivo. Por reflejo los países de la Comunidad, que tenían vinculadas sus divisas con el marco, vinieron arrastrados contra su propia voluntad en una política de encarecimiento del precio oficial del dinero siguiendo la senda de las autoridades monetarias alemanas.

Los Estados se dieron cuenta finalmente que para superar esta nueva crisis tenían que renunciar a sus soberanía monetaria con el fin de arrebatar de forma definitiva al Bundesbank la posibilidad de manejar sus atribuciones de forma desconsiderada hacia los intereses del colectivo. Así, empujados por la necesidad, los Estados llegaron al compromiso de aceptar la reunificación alemana, que tantas dudas y temores había levantado, a cambio de un mayor compromiso con el proyecto de unificación europea.

De esta forma llegamos al Tratado de Maastricht o Tratado de la Unión Europea de 1992, fecha en que la Comunidad Europea se convierte en Unión Europea. El Tratado de Maastricht abrió el camino irreversible hacia la Unión Económica y Monetaria que llevaría a la introducción del Euro en 1999, estableciendo un Banco Central Europeo con sede en Frankfurt. Alemania renunciaba de esa forma a su soberanía monetaria y a comprometerse para el bien de la recién nacida Unión Europea, a cambio de un Pacto de Estabilidad (1997-1998) que hiciese que la política monetaria europea se alineara a aquella de la República Federal. Mientras que Alemania promovía su política monetaria a nivel continental, los demás Estados se aseguraban que a través de órganos de carácter intergubernamental la política europea velase por sus respectivos intereses nacionales. La fórmula parecía ser de nuevo la ganadora, permitiendo a los Estados que tenían disponibilidad financiera de invertir en Estados más pequeños y con más dificultades. El periodo no podía ser mejor, y tras la caída de la Unión Soviética toda una serie de Estados emergentes se presentaron a la puerta de la Unión Europea para entrar al concierto y ofrecer nuevos mercados.

La ampliación del mercado en la perspectiva de futuras inversiones, también por parte de Estados ya no del tamaño y capacidad de Alemania, era demasiado apetecible, así en 1993 se acordaron los criterios de Copenhague donde se establecían los requisitos para las nuevas adhesiones: instituciones que garantizaran la democracia, Estado de derecho, respecto de los derechos humanos, respecto y protección de las minorías y sobre todo una economía de mercado viable. El abrir de nuevos mercados donde invertir, y donde cada estado tenía una cierta libertad de maniobra, gracias a la fórmula intergubernamental que decidieron seguir, preparó el campo para grandes especulaciones financieras por parte de los institutos de créditos nacionales. El flujo de dinero que procedía de grandes economías sin un control directo sobre el flujo de capital, permitió malversaciones y mala gestión por parte de Estados que aún no habían reformado su aparato según los criterios del Pacto de Estabilidad.

En el año 2007 saltó el primer tapón que contenía esta praxis no sólo europea, y año tras año desde Estados Unidos llegó a Europa arrastrando todas aquellas economías estatales que en los anteriores diez años habían aprovechado desconsideradamente de la situación.

Martin Schulz (izq), con Alexis Tsipras y J.C. Juncker.

Del día a la mañana Europa y la Unión Europea empezaron a salir en las portadas de todos los periódicos como el mal de los Estados. Se convirtió en sinónimo de poder de los bancos, de capitalismo extremo y de enemigo del pueblo trabajador. Todo lo contrario de las intenciones y la forma con que había nacido. Pero ninguno consideró que esta Europa que impartía dictámenes era fruto de interminables y ambiguos acuerdos que los Estados que lo representaba habían tomado gracias a la fórmula intergubernamental. En sustancia los que habían hecho era nada menos que un matrimonio con derecho a devaneo.

Los últimos ocho años han sido un continuo estallar de crisis y problemas financieros de Estados, de campañas electorales nacionales en que se acosaba Europa de haber arrastrado el país en esta situación. Cumbre tras cumbre la credibilidad de la Unión ha ido languideciendo con desconfianza sobre la efectividad del poder democrático de los ciudadanos.

La respuesta se presentó en ocasión a las elecciones de 2014, en que por primera vez el presidente de la comisión venía elegido, aunque con el desconocimiento por la mayoría de los electores, directamente desde las urnas de los ciudadanos. Se dio un paso más, pero no fue suficiente para recobrar credibilidad y simpatía hacia las instituciones. De hecho, la desconfianza y la exasperación han crecido hasta llegar al presente año.

El 2015 se ha convertido en el año en que la Unión Europea se encuentra frente a la gran encrucijada: o elige de mantenerse fiel a los valores con los que nació al principio, tomando las riendas de una política unitaria que vele sobre los intereses de cada uno de los pueblos que representa, o sigue esa línea dictada por las ocasiones económicas, creadas a lo largo de los años gracias a la adopción de un sistema intergubernamental que miraba a una política de beneficios de corto plazo. La cuestión de Grecia se ha revelado el emblema de la que podríamos definir la Guerra Social de la antigua Roma: el poder central se enfrenta a las instancias, a las peticiones y a la desconfianza de sus socios, los mismos que la han hecho grande permitiendo superar los antiguos retos de la historia, Roma despliega todo su poder institucional y militar y los derrota. Una vez ganado la guerra, demostrado su poder, los mismos vencedores se deja vencer, concediendo esos mismos derechos por los cuales estalló la guerra. Lo hizo, restauró la confianza, fortaleció la unión y se afirmó como la mayor potencia de la antigüedad.

Ahora, como nunca antes, Europa se encuentra en un punto crítico en que puede avanzar mucho en la vía de la unión y consagrarse como defensora de la justicia social, o puede ceder a los egoísmos nacionales de sus Estados, los que hasta ahora han escrito su historia, y echar todo a perder. Europa, la Unión Europea, frente a esta nueva encrucijada ¿es capaz de dejarse vencer por las instancias y necesidades que reclaman los pueblos vencidos que ella representa?

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